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Era una calurosa tarde de verano. Por la calle andaba un chico con paso desganado, la mirada en el suelo y una expresión tremendamente melancólica. En su rostro se advertían los primeros síntomas de su llegada a la adolescencia reflejada en un tímido bozo que contrastaba con su voz aún frágil y aguda.
No obstante, a pesar de su aún infantil aspecto él ya notaba cómo se iban produciendo cambios en su ser que lo entristecían, al contrario de como ocurría con sus compañeros, que parecían recibir con alegría esos mismos cambios. Pero había una diferencia entre él y los demás, algo que lo hacía diferente y que era el motivo de que aquella tarde de verano se hubiera echado a la calle cabizbajo y abatido en busca de una alguien a quien pudiera transmitir su queja.
No tardó en encontrarlo: al cabo de un rato de dar vueltas por la ciudad se topó con un policía al lado del cual se quedó un buen rato, mirándolo y preguntándose si tendría valor para decir lo que quería decir y si aquello serviría para algo.
Al cabo de un rato el guardia se percató de la presencia de aquel chico: “¿Te puedo ayudar en algo?” - preguntó distraídamente el guardia ante la insistencia de las miradas del pequeño adolescente. “Verá, - titubeó el chico – lo cierto es que quería denunciar un robo, lo que ocurre es que todavía no me han robado pero tengo la seguridad de que me van a robar.”
“¡ah!, ¿sí?, ¿Y cómo puede ser eso?” – preguntó el hombre entre divertido e intrigado. “Pues porque es imposible que suceda lo contrario” – contestó el chico. “este robo es inevitable, y aunque todas las personas del gobierno y de la policía y del ejército y del mundo entero intentaran evitarlo sería en vano.”
“¡No me digas! ¿Y qué es eso que te van a robar? ¿Qué es eso tan valioso que atrae a unos ladrones tan sofisticados que ni el gobierno ni la policía ni el ejército ni todas las personas del mundo entero pueden detenerlos? ¿Es que te van a robar mucho dinero, o un gran yate, o un gran diamante, o una obra de arte muy valiosa?”
“¡No!, lo que me van a robar no es dinero, ni un barco, ni un diamante, ni una obra de arte, lo que me van robar vale mucho más, es mucho más importante” – musitó el chico azorado, y en un susurro casi imperceptible declaró: “Lo que me van a quitar va a ser el amor”
“¡Ja!, - exclamó el guardia divertido - ¿Y cómo es que van a quitarte el amor? ¿Qué clase de amor es ése que se puede robar?”
“¿Que qué clase de amor?” – llegado a este punto el chaval se quedó en silencio, incapaz de seguir. Tras un fugaz encuentro con los ojos del policía volvió a clavar los suyos en los fríos adoquines del pavimento. Se le cerró la garganta, sintió un nudo en el estómago y notó que su corazón se aceleraba avisándole de la importancia de lo que iba a decir: “El amor de Aquiles y Patroclo, el de Alejandro y Hefestión, el de Apolo y Jacinto, el de Julio César y Nicomedes. El amor que lleva siglos siendo robado. Y sé que me lo van a robar porque en cierta manera ya me lo están robando. Desde que lo sentí por primera vez supe que era un amor marcado, un amor maldito, un amor que estaba condenado. Mi amor está condenado porque nació como una semilla reseca en tierra salada. La primera vez que lo sentí pensé: “esto no puede ser verdad, no me puede estar pasando a mí”. Ahí empezó la primera barrera que debía superar la semilla era deshacerse de esa tierra estéril que era mi propio rechazo, y lo cierto es lo he conseguido en muy poco tiempo a pesar de que la mayoría de los que pasan por esto tardan mucho más ¡algunos, toda su vida! En llegar a este punto. Pero aún cuando me había librado de esto, aún quedaba lo más difícil: hacer crecer la semilla. Conseguí arrancarle un tímido brote: se lo conté a mi familia, a mis amigos, a quienes me rodeaban; y logré que me aceptaran dejando de nuevo atrás a muchos que no habían tenido el valor de hacer lo mismo o que, después de hacerlo, se habían encontrado con el rechazo más absoluto.”
En este momento el chico tenía la boca seca, pero sabía que no era por el calor estival sino sus palabras, palabras que le secaban la boca, le vaciaban la garganta, le hacían un nudo en el estómago y le hacían desbocar el corazón, pero a pesar de todo tenía que seguir: su robo no podía quedar sin denunciar.
“Pero a pesar de todo las hojas que comenzaban a brotar de la semilla se encontraron sin sol ni lluvia: a pesar de todos mis esfuerzos, todos los chicos de mi edad o bien no entendían o tenían una tierra estéril y eran incapaces de aceptarse. Por este motivo, mientras mis compañeros se desarrollaban fácilmente en la tierra de la “normalidad” y podían crecer al ritmo que se lo pedían sus necesidades, yo tuve que resignarme consciente de que aquellos que son como yo tardarían años en atreverse a reconocerse y que mientras tanto nada podía hacer. Éste es el motivo por el que sé que pasará toda mi adolescencia sin que pueda amar y ser amado y que para cuando por fin pueda disfrutar del amor como los demás ya será demasiado tarde, ya me habrán robado estos preciosos años que nadie me devolverá.”
“Pero se me olvidaba una cosa” – prosiguió alzando finalmente su vista y atreviéndose a mirar al policía a los ojos – “en toda denuncia debe haber tres elementos: la víctima, el crimen y el criminal, y éste último aún no lo he mencionado. Antes ha preguntado usted que porqué ni el gobierno ni la policía ni el ejército ni todas las personas del mundo podían evitar mi robo: pues le diré que no pueden evitarlo porque ellos tienen la culpa. Sí, todo el mundo tiene la culpa, todos aquellos que han querido convertir mi amor en algo oscuro, en algo pérfido, en algo condenado, en algo que fuera menos digno que aquello que consideraban normal. Todos aquellos que con sus voces han salado la tierra, y quienes con su silencio lo han permitido, todos ellos son los responsables de mi robo.”
Tras decir esto el chico advirtió que la mirada del guardia había cambiado, ya no estaba divertido, ni tan siquiera sentía curiosidad, ya sólo sentía comprensión hacia aquel jovencito e impotencia porque no sabía qué podía hacer para ayudarle. Después de aquello, se quedó mudo, las palabras no le llegaban y le parecía que la realidad se había convertido en una película en la que él sólo era un espectador que veía al chaval alejarse en silencio y con la mirada clavada de nuevo en el suelo mientras un hombre uniformado mantenía la vista fija en él, viéndole alejarse hasta quedar engullido por la ciudad. Decidió que quería hacer algo, pero no sabía el qué.
Aquella noche, entre las decenas de papeles que el comisario tenía que firmar a diario, se encontró con una tan curiosa como insignificante, una pequeña denuncia por robo de amor.